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Baloo

Mejores papeles y protagonistas masculinos en el cine 12 y 11. Rhett Butler (Lo que el viento se llevó, 1939) y Rick Blaine (Casablanca, 1942) ¿Resulta verosímil que dos tipos fuertes, inteligentes y atractivos pierdan la dignidad por mujeres claramente tóxicas (y prendadas de sujetos que no les llegan a nuestros protagonistas a la suela de los zapatos) o por causas políticas perdidas y delirantes? No. Pero eso les añade carisma y además hace que tengamos película. De todas formas, aunque tarde, ambos recuperan la cordura y vuelven a ponerse en el mercado. 10. Hannibal Lecter (El silencio de los corderos, 1991) Sale veinte minutos, pero nos sabemos de memoria todo lo que dice y hace. Cuando se habla a la ligera de villanos carismáticos deberíamos empezar siempre por medirlos con el rasero del más grande. 9. Michael Corleone (El padrino, 1972 y El padrino II, 1974) Hay que deshacer el equívoco de una vez por todas, Michael no se convierte en un cabrón: ya lo era cuando se alista para joder a su familia y vuelve de la guerra con una novia wasp (a la que mira, más o menos, como el número 10 de la lista miraba a la agente Sterling) para acabar de rematarlo. Luego liquida a un policía y se compra una esposa en el Tercer Mundo. Mata a su hermano (a Fredo; con Sonny le ahorran el trabajo), a su cuñado, a su socio y a su lugarteniente. Destierra a su hermana, le hubiese gustado que Hagen acabase de pasante en Boston Legal y no mandó al asilo a su padre porque este murió demasiado pronto. La monda. ¿Por qué hiciste el ridículo en la tercera parte, Michael? Me partiste el corazón. 8. El vagabundo (varios filmes de Chaplin) Hoy está de moda denostarlo, ponerle de cursi, ñoño o desfasado, pero Chaplin creó un personaje formidable. El vagabundo conoce las normas y cómo funciona el mundo. Sabe que casi siempre será el perdedor, pero no se queja, y cada vez que cae, se levanta. Sobrevive, mantiene la dignidad y arriesga todo lo que tiene (sea mucho, poco o nada) para ayudar a los que no tienen su fuerza interior. Y, además, toda la filosofía barata anterior es irrelevante, porque lo fundamental es que es increíblemente divertido: puede patinar al borde del abismo, comerse una bota o correr como nadie en un ring. Él no lo pasa demasiado bien, pero nosotros sí. Gracias. 7. James Bond (varios filmes) Bond maneja con total eficiencia todo tipo de armas, artefactos mecánicos y medios de transporte. Nunca se equivoca: ni de puerta, ni de vestimenta ni de cóctel (ni, evidentemente, al decir su nombre). Además, como se acuesta tanto con las villanas como con las heroínas, tampoco aquí corre el riesgo de meter la pata. Bond es perfecto, pero, por una vez, la perfección no es aburrida. 6. Héctor (Troya, 2004) El troyano tiene que lidiar con su padre (crédulo y buenista), su hermano (un pichabrava descerebrado) y su prima (¡sacerdotisa de Apolo!). Además ha de enfrentarse a Aquiles (un asesino en serie), Agamenón (imperialista de manual) o Ulises (astuto e inmoral). Héctor intenta poner racionalidad y cordura, pero nadie le hace caso: con él y su mujer al mando de la Grecia antigua, el Renacimiento se hubiese adelantado quince siglos. Además, hubiese prendido fuego al puto caballo nada más echarle la vista encima. Aun así, nadie está por encima de su propios sentimientos: cuando el cobardica Paris busca refugio tras él, saltándose todas las normas del duelo singular, Héctor se traga todas sus ideas sobre el honor y el respeto a al ley y, al grito de “¡es mi hermano!”, despacha sin contemplaciones al hooligan Patroclo. Tengo para mí ese momento (y lo digo sin ninguna reserva irónica) como uno de los más emocionantes que he contemplado en una pantalla. 5. C. C. Baxter (El apartamento, 1960) Ningún personaje ha comenzado una película desde más abajo: Espartaco en las minas de sal está pasando un día de picnic al lado de la patética miseria moral en la que descubrimos a Baxter al principio del filme. Su redención, por tanto, será larga y laboriosa, pero cuenta con la ventaja de estar escrita e interpretada en niveles estratosféricos. 4. Amadeo (El verdugo, 1963) La gente debería morir en la cama y no en el garrote vil, pero si existe la pena alguien debe ejecutarla. Y mejor que ese alguien sea un profesional competente. He visto la película cien veces y cada vez me produce mayor asombro. Y creo sinceramente que la interpretación de Pepe Isbert no tiene parangón en toda la historia del cine. 3 . Ethan Edwards (Centauros del desierto, 1956) y Tom Doniphon (El hombre que mató a Liberty Valance, 1962) Vale, son dos personajes y no uno: pero ambos comparten (aparte de la percha que les proporciona Wayne) el mismo carácter y la misma trayectoria. Son hombres fuertes, broncos, consumidos por una herida interior. Los dos colaboran sin una queja a construir el mismo orden que termina por excluirles. Y protagonizan dos películas (con sus defectos, desde luego; algunos de grueso calibre) excepcionales. Cuando, tras la habitual racha de filmes olvidables o directamente ridículos, llego a dudar de la categoría del cine como arte, me basta con recordar la primera media hora de Centauros del desierto y, sobre todo, el momento en que, con total naturalidad, Ethan afirma que cumplirá y hará cumplir las leyes recién aprobadas, pero que en ningún caso jurará la nueva bandera, porque un hombre solo puede entregar su fidelidad una vez en la vida, y él ya lo hizo a la causa perdedora. Insuperable. 2. Jep Gambardella (La gran belleza, 2013) De un italiano tiran a la vez la familia, la Iglesia, el sexo, el fascismo, el comunismo, los Ferrari, la ópera, el pasado imperial, la droga, el fútbol, la mafia, el juego o la comida. Es demasiado para cualquiera. Y hasta Jep, que llegó en su huida quizá más lejos que ningún otro, ha descubierto que su vía de escape —el hedonismo— no es sino una cadena más. Y pasea su derrota buscando las verdades esenciales (sobre la vida, la muerte, la belleza) entre las personas equivocadas (cardenales, turistas, monjas, escritores, artistas, diletantes, moribundas, millonarios...). Por fortuna para todos nosotros, ese doloroso peregrinaje no lo realiza ataviado con una tosca saya, sino exhibiendo la mayor demostración de estilo que haya registrado el celuloide. 1. Baloo (El libro de la selva, 1967) La libertad, la despreocupación y la alegría de vivir de Baloo son una permanente lección para los habitantes de la jungla: los adocenados lobos, los monos pajilleros o los elefantes colonialistas; la cuadriculada pantera, el insoportable niñato humano, el acomplejado reyezuelo antropoide, el hemofílico y decadente tigre o la serpiente solterona y neurasténica. Todos deberían (deberíamos) recibir como el evangelio las verdades sobre la vida que este sensacional oso nos ofrece con su indescriptible (y maravilloso) acento latino. Pero nadie lo hace. Por eso, cuando los hombres conducen a Mowgli tras su empalizada con el truco más viejo de la historia, la cara de incredulidad de Baloo es la constatación del inevitable fracaso del mundo. Nos queda el consuelo de que Bagheera parece haber visto la luz y empieza a disfrutar de la existencia junto al mejor compañero posible. Quedan fuera cualificados finalistas. Pido perdón a todos ellos: Harry Callaghan, Cool Hand Luke, C.K. Dexter Haven, Sam Torrance, el coronel Kurtz, T.E. Lawrence, Gordon Gekko, Tuco, Judá Ben-Hur, Travis Bickle, Jordan Belfort o Popeye Doyle entre muchos otros. Y sobre todo a Gabriel Feraud y a Bruno Laforgue, por razones tanto cinematográficas (y profesionales) como sentimentales.

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