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El hombre que no vendió el mundo

Todos los escritores tienen una aburrida y previsible pieza dedicada a su loca idolatría —supuestamente no compartida ni imaginada por el resto de la masa analfabeta—, por los libros. En ella hablan de su olor —la lignina y etilbenzeno en el caso de los viejos y el hidróxido de sodio y el peróxido de hidrógeno en los nuevos—, su tacto, de sus despertares infantiles, de las inevitables sinestesias de tales aromas y, en algunos casos, hasta de las primeras pajas —ellos— o de su primo de la playa —ellas—. Suele ir junto con la alabanza en dístico elegiaco a las librerías y sus crujientes escaleras, polvorientos montones, promisorias estanterías y pintorescos propietarios. Terrible. Literatura. Pero no estamos —todavía— hablando de literatura. Asimismo todos los escritores mecanografían tarde o temprano un artículo de cobismo lagotero —tan tautológico como la frase precedente— hacia su editorial, editor o agente. Este es el mío. Yo no elegí editorial; la editorial —y el editor— me eligió a mí. De aquella me pareció lógico. Por algún extraño motivo siempre creí que lo que estaba escribiendo se convertiría, de forma ineluctable, en objeto. En ese objeto en concreto —seguro que Verónica ha colocado la portada por ahí—. Ahora me parece magia. Y tan improbable como dos copos de nieve idénticos o un gol de Benzemá.

Más asombroso todavía es que el agente, corrector, marketing officer, editor, CEO, mánager y scout me hiciera caso en la elección de papel, tipografía, kernings, interlineados, corondeles, gráficos, tipos, colores y cubierta —dura y con brillo, a su pesar—. Existe esta caprichosa especie: el editor artista. En todos los oficios o disciplinas se toman decisiones, depende del número de ellas y de lo acertado de estas que el resultado del trabajo se transforme y viva como producto perdurable. El libro —recordemos: un trozo de árbol con el que deliramos vívidamente— ya está inventado. Aparte del banal detalle de elegir —o rechazar— al autor, el editor puede convertir sus volúmenes en agradables compañeros de cama o en incómodos e ilegibles cachivaches. En el campo de la imagen editar significa ordenar, cortar, eliminar.

Decía Plinio el joven, citando a su tío, que no hay libro tan malo que no aproveche en alguna parte y le replicaba Cervantes, dieciséis siglos después, que hay algunos que así componen y arrojan libros de sí como si fuesen buñuelos. Eliminar, deshacer, borrar. Es una tarea pastoral: por su intangibilidad y por lo que de rebaño tenemos los autores. Y delicadísima. En esto se ocupa y afana, aunque parezca lo contrario, Mr. Griffin. Dios le bendiga.

El corredor en círculos, "hidratándose".

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